viernes, 19 de agosto de 2016

La rastrojera

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Correo Extremadura



Mi amiga la pintora Carmen Palop usa un término preciso y sugerente para describir el paisaje y el estado anímico que provoca el estío extremeño. Lo llama la rastrojera. La rastrojera es la de los campos en estos días de agosto. Un paisaje de piel dura, pero suave de mirar, en que el rojo y amarillo deslucidos de la tierra se mezclan con la calima gris y el azul lechoso y lejano del cielo. Es un tiempo que invita al recogimiento, a meterse en casa, como los lapones en invierno, para salir unas pocas horas al día a buscar víveres y contacto social. Lejos del estrépito y el agobio de las playas, o de la novelería del turismo, la rastrojera invita al viaje interior, la lectura, la reflexión, la realidad virtual y a soportar alguna que otra resaca. El momento culminante de esta vivencia espiritual es justo después de la siesta, cuando comienza a caer la tarde y la luz cegadora, el aire seco, y el silencio absoluto del campo – punteado a ratos por el zumbido de la chicharra – dibujan las lindes de un mundo onírico que parece estar más allá de la vida. O, al menos, de toda actividad visible o esperable. Es el instante místico del encuentro con la nada. El nirvana ibérico. La liberación absoluta de toda preocupación, liberación que se encarna expresivamente en el gesto sublime y casi salvaje del bostezo...


Pues a este estado rastrojero y de negación del mundo nos ha conducido la presente situación política. Lo de “política” se dice por rutina, o por estilo, porque poco de política, en el más noble sentido, ha tenido la situación durante estos largos y tórridos meses. El sopor comenzó ya en junio, cuando los españoles todos, o al menos muchos, dieron un decidido paso hacia el mismo lugar en el que estaban. Hacia lo malo conocido. El realismo veraniego sucedió a la engañosa primavera, esa que siempre hace soñar con amores y vidas de estreno. Aquel entusiasmo fue tan fugaz como una coalición de izquierdas. No pudo ser. Este país no quiso cambiar. La sonrisa sexy de los jóvenes podemitas (y los castizos cánticos de los que ya veían su patrimonio en manos de las hordas rojas) se evaporó como los ríos en verano y se trocó en áspera apatía de secarral – que barrizal ya lo era – y supina indiferencia.

Miren desde el camino, ventana o ventanilla ese plano continuo del paisaje agosteño, desde el amarillo quemado de la tierra exhausta al plomizo blanco del cielo. ¿No es como una metáfora del estado moral del país? Así de arrastrojada se nos ha quedado la urna del alma tras meses de la misma retórica, las mismas tertulias en la tele, las mismas maniobras caciquiles, la misma pachorra desvergonzada de los mismos que todos sabemos que van a seguir haciendo lo mismo en cuanto nos acabemos de dormir... Pero no se preocupen, alguien vela por nosotros. Si andan por la rastrojera y dejan que el aire les abrase un par de horas la cabeza, verán dibujado en el cielo el inmenso rostro de Rajoy, como un gran buda de sonrisa bobalicona y bostezo incipiente. La actividad de Gautama-Mariano ha sido estos meses la levitación estival, la quietud del yoga bajo el sopor del mediodía, la renuncia a todo deseo menos el de no moverse del sillón. El presidente en funciones sabe que a sus votantes – mientras nada cambie, y se mande como Dios manda – les trae sin cuidado la política. Y a él también. Por eso habla, anda, y casi corre, como recién levantado de la siesta. Y espera, cabeceando, como una mantis religiosa con plaza en algún negociado de provincias, que la cosa caiga por su propio peso. Al fin y al cabo es él o él, o terceras elecciones (y también él).

Si Rajoy es como el runrún metálico de la chicharra, Sánchez es el silencio profundo del campo, el mundo onírico, el viaje interior, el misterio... Si Rajoy lleva meses paseándose en camiseta y rascándose mientras mira de reojo la semifinal de algo, Pedro Sánchez es la viva imagen del héroe en tensión: contraído el rostro, desconfiada y dura la mirada, atento a la víbora que acecha tras cada matojo. Entre la espada del harakiri del apoyo al PP, y la pared del nicho en que se ha dejado colocar por amigos y enemigos, el correoso Sanchez parece que no se rinde, se revuelve y sigue caminando hacia algún sitio – protegida la cabeza con unas pocas encuestas desvaídas – en busca de no se sabe qué: ¿una vuelta más a la ruleta de las elecciones en un tú contra mi – ¡por fin! – frente a Mariano? ¿Un loco intento de valor para descender hasta las grutas de Podemos (a rescatar, quizás, a la Princesa de Errejón)? Sólo él lo sabe (si lo sabe). La verdad verdadera es que el único que parece jugar a algo lejanamente cercano a la política es Rivera. Un juego fácil – prepararle carambolas al PP –, pero que lo tiene – o eso quiere dar a entender – como puta por rastrojo. Pobre. Pero listo. Ya veremos si no pasa de palanganero a vicepresidente. Mientras, a nosotros se nos agostó la paciencia. Todo esto está a años luz de esa nueva política que no hace tanto (aunque parezca un siglo) creíamos que podía llegar a florecer en este país de secano. Hoy solo queda la rastrojera.


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